domingo, 15 de marzo de 2020

El rompeolas

Celebramos aquella fiesta a pesar de la lluvia, cubriendo como pudimos las mesas con aquella lona vieja que estaba en la bodega llena de polvo y que nunca pensábamos que fuéramos a dar uso. La tensamos atándola a las ramas de los árboles, y le dimos cierta inclinación para que el agua cayera y no se acumulara en el centro. Pusimos la mesa entre todos, y Elena colocó los altavoces para tener música de fondo. Durante la velada se notaba que nos habíamos echado de menos, aunque esta vez de forma más especial. Nos reímos recordando anécdotas de todo tipo, sin importarnos volver a escuchar esas que siempre repetíamos cada año. Quizás todos esos recuerdos algún día queden escritos, pero por ahora Iván está ocupado con su novela y es el único que creo que se puede animar a pasarlas al papel. En un futuro. Yo le empujé a ello, como cada año, pero esta vez con algo más de insistencia. Pensé que esa ausencia que no nos esperábamos hace unos meses le daría más razones para hacerlo. Él me sonrió y me respondió lo mismo de siempre, “Lo haré, cuando la idea de cómo plasmarlo en papel esté en mi cabeza”. Esta vez le vi más dispuesto, no sé si por mi voluntad a querer que ocurriera o porque realmente se había decidido a hacerlo.
Atardecía y había dejado de llover, sonaba Lobo amigo, de Club del río con Ede, y una brisa que removió las ramas de los árboles me recorrió el cuerpo por dentro, con una calidez inmensa. Recordé ese abrazo que siempre me daba por la espalda mientras tomaba el café, y que me alejaba aún más de cualquier preocupación que pudiera tener. Cerré los ojos y sonreí, porque esa brisa no era lo mismo que su presencia, pero me envolvió en una gran tranquilidad. Abrí los ojos y miré a Iván, y creo que él también se dio cuenta de lo que se pasaba por mi cabeza, porque me sonrió y cogió mi mano con cariño. Quedaba poco para que el sol se ocultara tras la casa, y las hojas del roble se transparentaban con un color anaranjado.
 En un momento de silencio miré a todos, y les dije con nostalgia que echaba de menos el sonido de su vespa naranja cuando se iba, despidiéndose con la mano, moviendo los dedos como si estuviera tocando las teclas de un piano, y poniendo caras para hacernos reír. Nosotros le decíamos que la pintara, que parecía el repartidor del butano pero en pequeñito en ese trasto, y él se reía, y nos repetía que ni de coña, que a él le gustaba así. Siempre se iba el primero, tenía un recado o algo que hacer, y con los años dejamos de insistirle en que se quedara, porque al fin y al cabo no nos iba a hacer caso. Un día, estando los dos solos, le pregunté cuáles eran esos planes tan ineludibles. Me confesó que la mayoría de las veces eran mentira, y solo ponía excusas para poder irse hasta el rompeolas antes de que se pusiera el sol. “Allí”, me decía, “puedo estar horas pensando en mis cosas, o en todo lo que he hablado esa tarde con vosotros, hasta que me doy cuenta de que estoy temblando de frío y ya ha oscurecido, y aún me toca volver a casa con la moto. Siempre acabo con fiebre cuando quedamos todos”. Y se reía a carcajadas. Esa risa es una de las cosas que más voy a echar de menos. Creo que ha valido la pena volver a vernos. Por estar todos juntos, por no olvidarle. Aunque eso último es imposible. El hueco que deja lo cubre su recuerdo. Y nos empapa e inunda por dentro, como esas olas que chocan con las rocas en el rompeolas y que tanto le gustaban.

lunes, 11 de febrero de 2019

Conversaciones con S (V)


—A veces no soporto que el tiempo pase tan deprisa.
S caminaba por mi habitación, buscando un disco entre mi colección para ponerlo de fondo. Esa tarde íbamos a ir al cine que hacía esquina al lado de mi casa, y como inexplicablemente había llegado demasiado pronto, subió a mi pequeño piso para esperar juntos a que llegara la hora de la proyección. A pesar de notar cierto enfado en su voz, sabía que era uno de esos momentos en los que S comenzaba a reflexionar sobre algún tema que le rondaba por la mente, así que no dije nada, esperando a que continuara hablando.
—Es una sensación de impotencia, ¿sabes? Un día estás tumbada en la cama, cavilando sobre todo lo que está ocurriendo en tu vida, y de pronto te abruma darte cuenta de la incertidumbre que te rodea. ¿Qué ha quedado de ese futuro que una vez imaginaste? Eso que pensabas alcanzar con toda la seguridad del mundo. Vivimos con unas expectativas que hemos creado en nuestra cabeza con toda la certeza de que van a ocurrir tal y como las pensamos, como en un guion de película de Hollywood, y no es así. Y cuando no ocurre nos machacamos, intentamos buscar el error que nos ha llevado hasta ese final que no esperábamos, y el error no es más que la vida. Es la vida dándonos uno de los caminos de los tantos que había como posibles. Pero seguimos pensando que el que nos ha tocado es el incorrecto.
S eligió finalmente Manual para los fieles, de Piratas, y lo puso en la minicadena. Tras el instrumental inicial de unos segundos, comenzó a sonar Fecha caducada.
—Por eso nos gustan algunos libros que nos llevan de la mano hacia el fracaso de los protagonistas. Disfrutamos, en cierta manera, sumergiéndonos en su derrota, genera empatía.
Se acercó a mi estantería repleta de libros y cogió uno al azar. A través de la noche, de Stig Sæterbakken. Sonreí ante la casualidad de la relación entre lo que me estaba diciendo y aquella historia.
—Y la felicidad —continuó mientras leía la contraportada de forma distraída—, la falsa felicidad, aborrece.
Me acomodé sentándome en la cama y le contesté.
—¿Por eso dejaste de seguir a esa influencer de Instagram el otro día?
—Por eso y por los batidos. No se puede ser tan feliz tomando todos los días batido de plátano y huevo.

lunes, 3 de septiembre de 2018

Astillas


Ella escarba en la intimidad de su interior. Resuena la grava que envuelve sus costillas, y se arrullan en su médula las palabras que se amalgaman a cada paso, en cada caída, en cada levantarse. Y en las páginas que escriben su pasado pueden verse pequeños retazos de dolor, letras que escoge cuidadosamente y convierte, con sutileza, en un desmesurado hundimiento que lleva al lector a un estado de empática soledad, de miedo irracional al vacío. Y así, con una delicadeza de orfebre, crea un mundo donde muchos podrían esconderse, pocos conocen y apenas media docena de ojos han podido sumergirse. En esa pequeña habitación con una ventana de madera astillada, con un irónico y más que certero parecido a su corazón.

lunes, 6 de agosto de 2018

Vivos


Todo lo que somos se esconde en una partitura de corcheas desacompasadas. Papeles en blanco de notas que conservamos por si alguna vez. Restos de polvo en la ropa, que desgastamos y acabamos guardando en el fondo del cajón. Ahora somos polvo y ya no queda más que la imperceptible idea de lo que fue y ya no está. Ahora somos nada vestida con colores claroscuros, teñida de un azul tan grisáceo que enarbola todos los cuentos que transcurren en Siberia. Somos la palabra impresa en papel del miedo a lo venidero, del dolor presagiado, del sonido ya conocido del viento, el grito, la soledad alargando la agonía. Somos todo eso. Y eso es lo que nos mantiene vivos.