domingo, 11 de febrero de 2018

La herida


 La escarcha se mantiene intacta sobre los pequeños arbustos desde la madrugada anterior, y la arena cruje, como a punto de romperse, pero aguantando el envite, quedando apelmazada. Dejando las huellas de unos pies descalzos, continúa caminando hasta que llega a la orilla, donde siente en sus dedos el agua helada como pequeñas agujas, y se para durante unos segundos, mirando al cielo. Respira. Cierra los puños y aprieta con fuerza los dientes. Y se adentra, despacio, en la inmensidad azul. Su cuerpo, desnudo y blanco por el frío, como de porcelana, se va sumergiendo poco a poco, hasta que una capa de líquido lo bordea a la altura del pecho. Cierra los ojos y se concentra en controlar la respiración, aclimatando su cuerpo. Pasan los minutos, en los cuales el silencio sólo se ve interrumpido por el sonido de las olas, chocando con fuerza contra las rocas en su crecida de la marea, mientras el vaho que sale de su boca se pierde con una pequeña brisa. Todo es calma. Quietud. Hasta que la nada que llenaba su mente comienza a quebrarse. Basta una imagen, un simple retazo de una vida que ya no existe para romper esa paz ficticia. Cierra los ojos, en un acto reflejo inútil para evitar el remolino de imágenes inevitablemente nítidas. Y antes de que el escalofrío recorra todo su cuerpo, de que el temblor que lo atenaza se una en un abrazo a traición con la realidad, coge aire y se sumerge. El frío le rodea, envolviendo todo su cuerpo. Las lágrimas brotan, y tal y como nacen desaparecen en una conjunción perfecta de salinidad con el mar. Y bajo el agua grita, grita a la nada para que vuelva a su mente, a la memoria para que se aleje. Grita al miedo, ahora un siamés unido a su cuerpo, para arrancarlo de cuajo. Le quema el pecho, y es por falta de aire, por la necesidad de sobrevivir y agarrarse al último vestigio de oxígeno. Quema. Bajo el agua fría, helada, quema la herida que tarda en cicatrizar.