—Ayer me encontré a un
hombre muy raro —me contaba S —, me paró en medio de la calle con gesto
serio y me dijo que yo pertenecía a uno de los libros que tenía en una de las
estanterías de su biblioteca. Le miré extrañada y seguí caminando sin
contestarle, notando en mi espalda su mirada. Más tarde pensé en sus palabras
con detenimiento. ¿Te imaginas? Formar parte de un conjunto de letras, ser de
una forma u otra según quién te está observando, imaginando, leyendo las
páginas del libro al que perteneces. Que tus gestos, acciones y sentimientos
estén plasmados en el interior de la cubierta de un libro en una biblioteca, o
un sótano polvoriento, o en la casa de algún borracho con avidez lectora además
de alcohólica. Poder tener en vilo a una estudiante la noche antes de un examen
bajo la luz de una lámpara, o a un policía en una de sus noches de vigilancia,
momentos antes de que atrape a un ladrón o traficante. Todo esto me empezó a
abrumar hasta que inconscientemente me asaltó la duda de cual era la historia a
la que pertenecía en el libro de aquel hombre. Porque ¿no somos al fin y al cabo
palabras?
—Así es —le
respondí con una sonrisa.
—Bien, pues hoy se me
ocurrió volver a la misma calle y a la misma hora donde me crucé con aquel
hombre. Y allí estaba, ensimismado observando un par de palomas que tomaban el
sol en un balcón. Alegre por mi suerte le saludé y pedí perdón por mi abrupta y
desconsiderada huida el día anterior, a lo que seguidamente le pregunté por el
personaje con el cual me relacionó. ¿Y no me contesta que en el libro soy una
esquizofrénica internada en un hospital psiquiátrico obsesionada con los
patitos de goma?