Las manecillas del reloj suenan copiosamente en la
habitación. Las ventanas están abiertas debido al calor que recorre los
primeros días de verano, provocando que la poca brisa que pueda existir se vea
superada por un ambiente estuoso. Aún quedan unas horas para que despunten los primeros
rayos de Sol y alumbren la estancia de paredes blancas, pero él sigue tumbado
en su cama con los ojos abiertos y fijos en el techo. Lleva sin dormir más
horas de las que debería, y a pesar de ello el cansancio no hace mella en
él. Tiene en la mente esa imagen, que se repite constante, imperturbable. No
puede apartarla, y sólo el hecho de intentarlo provoca una mayor intensidad.
Esos ojos azules y enormes que una vez fueron alegres, brillantes, y que ahora
sólo aparecen una y otra vez en esa habitación, fríos como el hielo.
Finalmente, apesadumbrado, decide levantarse, dirigiéndose a
la cocina del piso. Abre la nevera, coge la botella de agua y se sirve un vaso.
Observa la pared, con mirada perdida, durante unos segundos. Se pierde en el
silencio, deja vagar su mente, respira al ritmo del goteo del grifo. Empieza a
notar sus latidos.
La sangre circulando, cada vez más rápido, martilleando por
dentro sus oídos.
Se oye el golpe de algo caer a mucha distancia, suficiente
para que parpadee, como volviendo en sí. Tira el agua por el fregadero,
abriendo tras ello el mueble y sacando una botella de whisky. Se sirve más de
medio vaso, y deja la botella abierta a un lado. Su somnífero diario. Sabe que
tras ello volverá a la cama, se dormirá en un par de minutos y tendrá pesadillas
hasta despertar empapado de sudor. Pero se lo bebe, sin pensar, haciendo de
ello una rutina, convirtiéndolo un día más en parte de los pasos hacia la oscuridad.
Esos ojos azules… Volviendo a su mente…
Pero sabe que se dormirá pronto. Vuelve a la cama, se tumba,
y cierra sus ojos. Aunque los azules siguen observándole.
Es ella la que está muerta. Pero él hace mucho tiempo que desapareció del mundo.