domingo, 26 de abril de 2020

Oscuridad

 Quiero hundirme en esa oscuridad que no deja pensar. Doblar mis rodillas y mi espalda y mi cabeza, y también la tristeza. Doblarla despacio, sin arrugas, y soltarla, que caiga, se difumine, se confunda con la sal de mis dedos, que han viajado del pecho al vientre, a las rodillas y al talón de Aquiles, ascendiendo de nuevo, alojándose en el reducto de mis costillas, recorriendo luego cada vértebra para luego deslizarse a los hombros, a la sien, al óvalo que se forma bajo mis ojos, cerrando mis párpados, protegiendo, ocultando, dejando en una irónica soledad al viento que sopla en mi interior. Quiero hundirme en esa oscuridad que no deja pensar, pero ese viento, el de dentro, sigue rodeado de miedo.

miércoles, 22 de abril de 2020

Oscuridad y luz

Soy un ave nocturna que asciende y desciende en el cielo, encoge su cuerpo plumífero y retiene en sus retinas negras todos los pensamientos que es capaz de observar evaporándose desde las ventanas de las casas. Y en el pequeño reducto de mi nido, rodeada de sombras y a veces lluvia, los dejo reposar, deshilachados y unidos unos a otros.
Soy la oscuridad y la luz que habita la noche, soy la duda y el miedo, la claridad o el deseo, soy la incipiente idea que surge en los silencios, y cada noche escojo uno de esos pensamientos de mi nido, lo arrullo entre mis plumas y comparto mi calor. Los otros se hacen polvo, desaparecen entre las estrellas, y a ese que he protegido lo alimento y dejo crecer en la madrugada, para luego, antes de la primera luz del día, devolverlo al lugar de donde vino.

domingo, 22 de marzo de 2020

Nudos


Llagas de papel que se deshacen en una cesta de mimbre, escondida con cuidado tras el sonido de tus manos cerrándose, rozando palma y dedos, cosquilleo y calor, levitar y deshacer. Pluma de estornino, temblor y escalofrío, ojos vendados que hacen brotar de mis oídos un ramo de hierbaluisa, que calma los miedos y evapora las dudas. Madera de roble, pino y eucalipto, apilada en un intento de cinta de Moebius, giro inesperado, frío tiritante, hasta arder en mil diez pasos de pies descalzos sobre un cielo de hojas de otoño. Y el estornino pía, la madera crepita y en el papel se reescribe todo un silencio mientras te sigues acercando descalza, hasta llegar a mi altura, donde me abrazas y me susurras en orden asimétrico cada una de tus ciudades, deshaciendo con ello, poco a poco, cada uno de mis nudos.

domingo, 15 de marzo de 2020

El rompeolas

Celebramos aquella fiesta a pesar de la lluvia, cubriendo como pudimos las mesas con aquella lona vieja que estaba en la bodega llena de polvo y que nunca pensábamos que fuéramos a dar uso. La tensamos atándola a las ramas de los árboles, y le dimos cierta inclinación para que el agua cayera y no se acumulara en el centro. Pusimos la mesa entre todos, y Elena colocó los altavoces para tener música de fondo. Durante la velada se notaba que nos habíamos echado de menos, aunque esta vez de forma más especial. Nos reímos recordando anécdotas de todo tipo, sin importarnos volver a escuchar esas que siempre repetíamos cada año. Quizás todos esos recuerdos algún día queden escritos, pero por ahora Iván está ocupado con su novela y es el único que creo que se puede animar a pasarlas al papel. En un futuro. Yo le empujé a ello, como cada año, pero esta vez con algo más de insistencia. Pensé que esa ausencia que no nos esperábamos hace unos meses le daría más razones para hacerlo. Él me sonrió y me respondió lo mismo de siempre, “Lo haré, cuando la idea de cómo plasmarlo en papel esté en mi cabeza”. Esta vez le vi más dispuesto, no sé si por mi voluntad a querer que ocurriera o porque realmente se había decidido a hacerlo.
Atardecía y había dejado de llover, sonaba Lobo amigo, de Club del río con Ede, y una brisa que removió las ramas de los árboles me recorrió el cuerpo por dentro, con una calidez inmensa. Recordé ese abrazo que siempre me daba por la espalda mientras tomaba el café, y que me alejaba aún más de cualquier preocupación que pudiera tener. Cerré los ojos y sonreí, porque esa brisa no era lo mismo que su presencia, pero me envolvió en una gran tranquilidad. Abrí los ojos y miré a Iván, y creo que él también se dio cuenta de lo que se pasaba por mi cabeza, porque me sonrió y cogió mi mano con cariño. Quedaba poco para que el sol se ocultara tras la casa, y las hojas del roble se transparentaban con un color anaranjado.
 En un momento de silencio miré a todos, y les dije con nostalgia que echaba de menos el sonido de su vespa naranja cuando se iba, despidiéndose con la mano, moviendo los dedos como si estuviera tocando las teclas de un piano, y poniendo caras para hacernos reír. Nosotros le decíamos que la pintara, que parecía el repartidor del butano pero en pequeñito en ese trasto, y él se reía, y nos repetía que ni de coña, que a él le gustaba así. Siempre se iba el primero, tenía un recado o algo que hacer, y con los años dejamos de insistirle en que se quedara, porque al fin y al cabo no nos iba a hacer caso. Un día, estando los dos solos, le pregunté cuáles eran esos planes tan ineludibles. Me confesó que la mayoría de las veces eran mentira, y solo ponía excusas para poder irse hasta el rompeolas antes de que se pusiera el sol. “Allí”, me decía, “puedo estar horas pensando en mis cosas, o en todo lo que he hablado esa tarde con vosotros, hasta que me doy cuenta de que estoy temblando de frío y ya ha oscurecido, y aún me toca volver a casa con la moto. Siempre acabo con fiebre cuando quedamos todos”. Y se reía a carcajadas. Esa risa es una de las cosas que más voy a echar de menos. Creo que ha valido la pena volver a vernos. Por estar todos juntos, por no olvidarle. Aunque eso último es imposible. El hueco que deja lo cubre su recuerdo. Y nos empapa e inunda por dentro, como esas olas que chocan con las rocas en el rompeolas y que tanto le gustaban.